Sábado, 4 de diciembre de 2004… Rezo… (10:56 h) a (00:08 h).
+ El dieciocho de abril, (¡ojo! En abril del año 2.004), fuisteis con Bondad, al cine a ver la triste caricatura de lo que se titula “La Pasión”.
Es una buena, muy buena, película.
Pero esto es: Una película de un gran acontecimiento mío.
No me gusta tanto espectáculo de mi flagelación.
Yo, Dios, no quiero que se me ame por rendiros el corazón por compasión, sino por amor.
Pilatos, es una triste caricatura de lo que era. Él, era un romano, y los historiadores, todos, saben cómo eran los romanos, y más, los que tenían altos cargos, y las palabras «compasión» y «remordimiento», para un romano, aunque en aquel tiempo, no tenían diccionario, pero, de tenerlo, estos términos estarían para sus súbditos, y no por ellos.
Mi Madre (y veo a los ángeles ensalzando a María en el Cielo), no me siguió por las calles; era tanto su dolor, que ni podía andar. Y cuando vino a los pies de la Cruz, ya fue después del camino al calvario. Es más, Ella, con Juan y María Magdalena, fueron, enseguida de saber de mi crucifixión, al lugar de la misma, caminando muy despacio y en total silencio, respetando el agudo dolor de la portadora de vuestra salvación y redención, María Inmaculada, que no lloró hasta después de mi Santa Muerte. Sus lágrimas estaban encerradas en el fondo de su gran dolor, y el dolor no sale jamás, en las almas de gran fe, y María lo es, hasta que no hay remedio.
Mientras hay esperanza, una alma santa, con dolor sobrehumano, aguanta, por la confianza de su fe, hasta que las obras te hacen ver que Dios no te dará lo que tú deseas, sino lo que Yo, Dios, tengo destinado para el bien de todos.
Yo.- Jesús, recuerdo, y veo que es cierto lo que me dices.
Cuando mi hijo Víctor, agonizaba de dolor y lloraba; yo estaba como… no sé explicarlo… como con una confianza extraña.
Fuerza y yo, te lo habíamos ofrecido por la salvación del mundo, pensando que sería un gran sacerdote, que, con su ejemplo, haría que muchos acogieran la fe verdadera.
Tú sabes que es cierto, que eso queríamos, si Tú lo aceptabas, fuera nuestra amada hija Ana -pensábamos que sería varón. Murió antes de nacer- y, luego, nuestro amado hijo, Víctor.
Cuando, con Víctor, moribundo, íbamos en la ambulancia, desde el hospital donde estábamos, (ahora recuerdo el nombre), hasta el Hospital X, yo tenía esperanza; y mientras, yo no tenía prisa, confiaba, iba callada, haciendo lo que me pedían, pero con paz, aunque Víctor lloraba sin parar.
En la clínica donde habíamos estado, de la que no recuerdo el nombre, y era para niños, Víctor lloraba y lloraba en la enfermería, porque le querían poner calmante intravenoso, pero no se pudo, ya que, después de pincharle decenas y decenas de veces, buscando una vena para inyectarle el calmante, no hubo manera de hallar una vena que se viera.
Víctor lloraba y gemía; mientras, yo iba rezando -pasando las cuentas del rosario- estando “muerta” en vida, pero sin llorar, aunque con el alma en un puño, con un miedo extraño que me paralizaba y me daba a la inercia física, al agotamiento y al atontamiento racional. Aguantaba el dolor y esperaba la acción Celestial, con paz y gran amor a Dios.
Vino una señora, de la habitación de al lado, y me dijo, entre asustada y enfadada: “Pero, ¿¡por qué no hace nada!? No ve que lleva más de una hora llorando sin parar… ¡Lléveselo a otro hospital!”
La señora se fue, llamé a la Hermana, y pedí lo enviaran a otro hospital con más medios.
Estaba sola. Fuerza, no había venido ese día; se fue a trabajar y no les dijo a los niños adónde iba. No existía el móvil, y no encontraron a Fuerza, hasta pasadas unas horas, que vino a gran velocidad, en coche, al Hospital X.
Víctor, entró en el Hospital X, y esperaba en una camilla, y yo (lloro), le cogía su manita, -tenía mi amado hijo; siete meses y diez días-. Ya no lloraba, porque dejaron de pincharlo buscándole la vena. Sólo gemía; un gemido continuo, profundo (lloro… lloro).
Pasó un médico jefe y dijo, algo enfadado, a los camilleros: “¿¡Qué hace este niño aquí!? ¡Metedlo para dentro!”
Eso sí, contestaba preguntas para llenar los impresos del ingreso.
Llegó Fuerza, y yo seguía conformada con las circunstancias, a la espera de ver un milagro…
Llegó Fuerza, y nos abrazamos en silencio.
No hablé mucho, no tenía nada que decir; los acontecimientos estaban allí, y yo era una espectadora de ellos.
Llegaron también algunas cuñadas, no sé si dos o tres, pero una de ellas, era una de las hermanas de Fuerza.
Pasados poco más de veinte minutos, desde que Víctor estaba dentro; nos dijeron que pronto pasaríamos. Eso y nada más.
En menos de diez minutos más, nos hicieron pasar, y Víctor, estaba muerto…
Lo besé; y quería llevármelo; era mi hijo, mi niño.
Vestía sólo el pañal; y tenía bastante parte del cuerpo ya frío; pero la barriga aún estaba caliente.
Yo, aún, no lloraba.
Aunque me habían dicho que estaba muerto, yo no lloraba.
Saqué de mi bolsillo una medalla de la Virgen Milagrosa, y se la puse en el pecho a mi niño Víctor, y recé in mente: “Mamá, sálvalo, que viva…Tú puedes”
Y pensé: “Si está casi frío”.
Pero dije: “Mamá, cúralo”. Pero, a la vez, retiré la medalla de la Milagrosa, y abrazados Fuerza y yo, salimos.
En la entrada seguían las cuñadas.
Yo no decía nada; mi dolor de madre, me mantenía callada, pero no sonámbula, ni en trance, sólo callada. Y diría, que sin tristeza exterior. Y es que yo estaba dentro de mí, con mi dolor.
Allí, al decirles Fuerza, a su hermana y cuñadas, la sentencia, el que nuestro amado hijo Víctor, estaba muerto, me abracé a mi amado esposo, con mucha fuerza, y empecé a llorar.
A llorar de verdad.
A llorar por dolor, por amor, por el fin de una vida que nació por amor; por el amor de Fuerza conmigo, yo con él, y ambos, por Dios, y Dios, por los tres.
Y antes de nacer, de salir a la vida, mi amado hijo número doce, Víctor, creció en mi vientre, en mi interior.
Y siendo Víctor, un feto, cuando el doctor vio que sus riñones estaban llenos de líquido, que no se vaciaban, fuimos a un médico especialista, muy eficiente, que nos dijo que habría que abortar. Fuerza y yo, le dijimos que no, que seguro que podría hacer algo más.
El médico, por todo tratamiento, cogió una aguja de unos veinte centímetros y, atravesando mi barriga, sin anestesia, la introdujo hasta el riñón de Víctor, y con una jeringa, lo vació.
Al cabo de algo más de un mes, volvió a hacer la misma cura.
Esto lo hizo dos veces.
Y a los ocho meses de gestación, se preparó el nacimiento de Víctor, que tenía los uréteres obstruidos.
Fuimos al mejor hospital para niños.
Todo estaba programado: nacer y operarlo de los uréteres.
Sería el 31 de julio de 1.994.
Temporada de vacaciones, tan merecidas, y que deben ser en verano; así es la moda. Y todo está programado: hoteles, viajes preparados, el calor solicitado, etc..
No había suficientes médicos.
El día anterior al parto programado, sin avisarme, me pusieron en la camilla y fui al quirófano. Allí había dos charlatanas mujeres y un joven doctor que les contaba que había ido a una divertida despedida de soltero y que todos, en un autobús, iban de bar en bar, y dentro del autobús había una prostituta alquilada, y «follaba y follaban».
Entre estos comentarios, y sin previo aviso, el doctor me puso una crema en la vagina, para dilatarme.
Pero… pero es que yo ya había tenido ¡diez hijos!, y el aborto involuntario de mi amada hijita Ana.
Al cabo de poco tiempo, me vinieron los dolores del parto, pero ¡no estaba programado hasta la mañana, con la doctora directora de ginecología!, ¡el no va más!
Me llevaron a mi habitación, y me pidieron que me aguantara.
Entre devotas oraciones del santo rosario, y ofreciendo todo mi sufrimiento a Dios, ¡para la salvación del mundo!, estuve dominando mi físico, con mi gran fuerza de voluntad.
Pasaban las horas, y a eso de las tres de la madrugada, cuando había rezado mucho y mucho, me levanté como pude, salí de la habitación y fui, por el largo pasillo, casi arrastrándome, literalmente, hablando con Mamá María. Busqué una cabina, llamé a casa, y le dije a mi amado Fuerza, casi sin voz y arrastrando las palabras, que por el enorme dolor físico, no tenía fuerzas para pronunciarlas altas y claras, sino que eran murmullos quejosos de un dolor insoportable:
“Ven… Me están matando”.
Mi amado esposo Fuerza, no estaba conmigo, ya que el parto era para el día siguiente.
Jamás, nadie nos vino a echar una mano, ni cuando iba de parto. Nos decían: “¡Tantos hijos, qué horror! ¡Qué irresponsabilidad!”. O callaban, haciéndose los ciegos.
Aunque nuestros buenos y maravillosos hijos, se ayudaban y se servían unos de otros, mientras no fuera necesario, Fuerza y yo, preferíamos que los niños no estuvieran solos en el hogar.
Vivíamos en una casa de campo, a unos tres kilómetros del pueblo, en medio de bosques y sin vecinos. Vivíamos allí porque encontramos “La casa” por un anuncio en un periódico, y nos pareció bien el lugar, para vivir y educar a nuestros amados hijos como pretendíamos: personas fuertes, alegres, optimistas, abiertas, sabias, luchadoras, independientes y con espíritu de sacrificio. Porque los traumas, la ignorancia y la mediocridad, no encuentran lugar al contacto con la naturaleza y una vida sana, equilibrada y también muy social, porque, amigos –de todas las edades– tenemos muchísimos; y son buenos amigos, personas que vale la pena tratar, relacionarse, dialogar, aprender y compartir la amistad; abrirles las puertas del hogar de par en par. Son personas especiales, aunque alguno no sea ni creyente ni practicante de la fe verdadera, ¡de momento!, pero, los definiría como almas libres, buenas, honradas, sinceras, respetuosas, bien educadas, serviciales y de fina sensibilidad; personas de mente abierta para el bien, y que tienen también muchas amistades, e hijos. Siempre hay bizcocho casero en la cocina, para una persona amiga.
Llegó Fuerza al Hospital, antes de las cinco de la madrugada.
Rezamos.
Él, mi amado esposo, me miraba.
Es callado, mi amado, pero sus silencios, siempre me hablan tanto.
Éramos demasiado buenos, “tontos”, los típicos buenazos que aguantan todo y devuelven bien por mal, sin quejarse, viéndolo todo providencial, y aceptando y aguantando cualquier cosa que nos ocurría, dándola por natural, y de la vida misma.
Se me fue pasando el dolor, en presencia del amado. Y a las nueve, me vinieron a buscar y me llevaron al quirófano. No dejaron entrar a mi esposo.
Me pusieron el gota a gota, para dar paso al parto. Vino la doctora, directora de ginecología, y me reconoció.
Durante toda la mañana, fueron pasando varios ginecólogos, que también me iban reconociendo; pero como “mi caso”, lo llevaba la eminente directora de ginecología, sólo me reconocían, sin más.
Yo, con contracciones durante horas, por el gota a gota, y el bebé, sin bajar ni romper aguas.
En los otros diez partos anteriores, la comadrona, me rompía la bolsa de “agua”, donde está el bebé. Pero en este Hospital de élite, nadie se acordaba de mí.
Mi amado esposo Fuerza, también preocupado, sufriendo, rezando. En todos los otros partos, estaba a mi lado, pero en este gran Hospital, con tantos medios, ¡estábamos uno lejos del otro, ante la venida del hijo de los dos!
Pasaron las horas.
Iban llegando parturientas; unas gritando como histéricas, otras vomitando. Yo rezaba por todas, y por los médicos, para que las atendieran bien.
Pasaban las horas… y pasaban.
Resulta que “mi” doctora, la eficiente y admirada directora de este gran Hospital para niños, al ser época de vacaciones, mientras se “ocupaba” de mi parto, que empezó a las nueve treinta de la noche del día anterior, con la crema dilatadora e inductora de contracciones, hacía sustituciones en la sección de ecografías.
Fuerza me dijo luego, que él quería entrar en quirófanos, y no le dejaban, que preguntaba por mí y que le decían que todo iba bien. Fuerza, mi amado esposo, sufría muchísimo. Mis últimos partos, duraban menos de una hora.
Recordemos que Víctor es nuestro bien amado hijo, número doce.
Se acabaron las horas de visita de las ecografías, pero era la hora de ir a comer.
Me dejaron con varias personas, y yo tenía puesta una cinta alrededor de mí que marcaba los latidos del corazón de Víctor -era la primera vez que me ponían la cinta para oír y controlar al feto- Continuaba yo rezando por la salvación del mundo, hasta que casi no se oía nada por el aparato; y les dije a las enfermeras, inocente de mí: “Creo que debo estar próxima a dar a luz, ya que no se oye casi nada”.
Todo el mundo se movió. Vinieron dos médicos y la doctora. Me cortaron la “bolsa”, ¡por fin!, y “rompí aguas”. Hubo como una “inundación” en el quirófano, en serio, de tanto líquido, se mojó buena parte del suelo del quirófano y las enfermeras tenían que recogerlo. Y dos médicos ginecólogos, hurgaban en mi vagina para sacar a Víctor.
Lo sacaron, y al hacerlo, con las prisas, le rompieron el fémur.
Víctor casi no respiraba.
Habían traído, como una máquina parecida a una caja de cristal, grande. Lo pusieron allí y se lo llevaron.
Nadie decía nada, ¡silencio sepulcral! Y todo el mundo era muy eficiente.
Había rezado tanto, aquel día, por la salvación del mundo, que estaba llena de paz, a pesar de tanto dolor en el cuerpo.
Me encontré con Fuerza, y se ocupó de mí.
Como estaba tan y tan cansada, casi no podía hablar, pero le fui contando todo, con nuestras manos unidas, ¡siempre unidas!
Aún hoy, antes de dormir y al acostarnos en la cama, nos damos la mano y rezamos,… y nos dormimos con las manos juntas. Pero antes de rezar, me abraza y me pone su mano abierta en la cabeza, mientras le cuento cosas de los hijos, del hogar, del trabajo; me deja hablar, hablar, hablar; le pido algún consejo; se lo piensa y me lo da, y se lo agradezco; o simplemente, estamos en silencio con las manos unidas. Después, rezamos con las manos unidas, y luego, nos amamos totalmente, (a menudo). Y antes de dormirnos, seguimos con muestras manos enlazadas, mientras cada uno se da al sueño. Yo sigo rezando por mi cuenta, para todo y por todos: Por la santidad y la salvación del mundo. Y me duermo, y en mis sueños, sigo rezando, por las personas que sueño. Muchas, muchas veces, está Jesús y la Virgen María, en mis sueños. Y ¿¡cómo no!?, algunas veces, -pocas, pero sí algunas- el fastidioso de Satanás y sus demonios.
No nos traían a nuestro hijo, y nos asustamos: “¿Estaría muerto?”
Luego, nos dijeron que vivía, que le habían enyesado el fémur y tenía la pierna levantada dentro de la incubadora. Nos dijeron que no podían operarle de los uréteres porque estaba demasiado débil, y que le pusieron unos drenajes para vaciarle los riñones.
Fuerza, mi amado, fue a verlo, y lo bautizó.
Por lo menos era un cristiano, hijo de Dios, no como nuestra amada hijita Ana, que la pobrecita, la sacaron ya consumida, porque se ve que llevaba muerta en mi vientre, más de un mes (lloro).
A la mañana, después del parto, vino el director del Hospital y la doctora, muy callada, y parecía cohibida; y ella, delante del director, nos pidió disculpas por lo que pasó con el parto de Víctor. Nosotros le dijimos que no sufriera, que todo era providencial.
Yo, no pude ir a ver a Víctor, hasta pasados unos días; estaba tan cansada.
Lo vi, lo acaricié,… y no pude cogerlo en brazos, ya que se estaba recuperando del fémur. ¡Mi amado Víctor, sin mis mimos, y yo sin su calor! ¡Dios!
Regresé a casa, sin Víctor.
Íbamos cada día a verlo, del pueblo a la ciudad, unos cien quilómetros.
Al cabo de pocos días, empezaron para él, para nuestro hijo mártir, los experimentos. Dijo algún doctor, que lo de los uréteres, era cuento, que todo venía de la mente, y a Víctor, le cerraron los drenajes de los dos riñones, para que la mente reaccionara y él impulsara la orina por sí solo. Y como no pasaba así, cogió Víctor, una gran infección. También quedó desnutrido y con anemia.
Al nacer de ocho meses de gestación, para poder operarle, pesaba tres kilos doscientos gramos, y a los dieciocho días de vida, pesaba -con el yeso que curaba el fémur, incluido- un kilo ochocientos gramos. ¡Dios!
¡Estaban matando a nuestro hijo! Eso sí, la fractura del fémur se recuperaba bien.
Era el mes de agosto. ¡Viva las vacaciones, tan merecidas!
Fuerza y yo hablamos, y nos enfrentamos a los médicos, pidiendo que se trasladara a nuestro amado Víctor, de este famoso Hospital para niños, al Hospital no menos famoso de X. Y como no nos querían dar el permiso para el traslado, pedimos una ambulancia, y sin consentimiento, nos lo llevamos y lo ingresamos en el otro Hospital.
Allí, nos dieron su informe, dónde nos dijeron, que nuestro amado hijo Víctor, padecía una gran infección, desnutrición y anemia.
Pasaron unos pocos días, pero vimos el plan: cada día nos daban el parte de cómo estaba, pero éstos tampoco hacían nada; ¡seguíamos en el mes de agosto!
Pero ya habíamos aprendido, a fuerza de golpes. Indagamos los doctores que operaban allí, y fuimos a buscar la consulta del cirujano; el doctor que debería operar a nuestro amado hijo Víctor, de los uréteres. Le contó, Fuerza, todo el historial, y nos dijo que lo visitaría. Luego, nos confirmó la operación, y que con esto, ya estaría Víctor, sano. Pero… como él se iba de vacaciones, pasaba el caso de Víctor a una doctora sustituta, que se ocuparía de operar a nuestro amado hijo.
Con esa doctora, volvimos a la misma versión que en el otro Hospital: que era por culpa de la mente, y no los uréteres. Y es que se telefonearon de Hospital a Hospital.
Pasaban los días, los días interminables.
Por las mañanas daban el parte, y sólo por las tardes, permitían las visitas.
Cogía a mi amado hijito Víctor, en brazos, lo besaba, y le hablaba cada día, acariciaba su piel; era tan guapo, tan amado. (Lloro).
Días y más días, y nadie lo operaba. Le volvieron a cerrar los drenajes y a hacerlo sufrir, ¡tanto! Tenía una mirada de sufrimiento, de mártir. Pobrecito, mi hijito. Cada vez estaba peor.
Como íbamos cada día al Hospital, que estaba en otra ciudad, a más de una hora de distancia en coche, y como por las mañanas teníamos el parte, y las tardes la visita, Fuerza, casi no podía trabajar, y tuvimos que pedir dinero prestado, muy a pesar nuestro. Los viajes en coche, también nos agotaban, ¡tantas y tantas semanas! Viajes llenos de oraciones, de santos rosarios a la Virgen, Madre de Dios.
Y nuestros otros amados y benditos diez hijos, en el hogar, sin conocer a su amado hermano, por el que tanto rezaban, y tantos sacrificios y mortificaciones, ofrecían a Dios para su salud. Fue también durante estos días, tan duros, que por los bosques cercanos a nuestra casa, hubo un gran incendio, que pasó a poquísimos kilómetros de casa. ¡Qué días de miedo pasamos! ¡Jesús!
Nadie de la familia, vino a ayudarnos.
También, una mañana, antes de irnos a estar, menos de una hora, con nuestro amado hijo Víctor, que es el tiempo que nos daban de visita, al ser un bebé y estar en una incubadora, cayó un rayo en casa, y salió por el contador de la electricidad: era como una serpiente de metro y medio, con la boca abierta y la lengua salida, de colores eléctricos. Fuerza, enseguida, cogió el extintor y lo roció, pero esa “serpiente de fuego”, persistía en entrar en casa. Al rociar con el extintor, se estropeó un televisor que estaba cerca del contador de electricidad.
Tiempo más tarde, mi amado Fuerza, me comentó, que tuvo un mal presentimiento, meses antes de nacer nuestro amado hijo Víctor, porque encontró, por el césped del jardín, la cabeza de piedra del Niño Jesús, de una linda imagen de La Madre de Dios con su Hijo en brazos, que estaba en nuestro lindo jardín.
Todo el sufrimiento por nuestro amado hijo Víctor, seguía. Le diagnosticaron una hidrocefalia, por el horroroso parto que sufrió.
Y también, tuvieron que medicarlo de la infección, que no le dejaba, por tener la orina corrompida y los drenajes cerrados.
Estábamos desesperados y frustrados.
Buscamos nuevamente, al doctor que nos había atendido y que nos había hablado de la operación. Y al vernos y al contarle lo que ocurría, nos dijo: “¿¡Pero qué hace todavía este niño aquí!?”
Había pasado más de un mes, desde que fue ingresado en este Hospital, sacado del otro Hospital.
El doctor se ocupó, y preparó la operación de los uréteres. Lo operó, junto a dos hernias que también tenía. La operación duró más de cinco horas. Todos rezando: nosotros, los padres, y los hermanos, por su tan amado y deseado hermano Víctor.
También, los amigos que tanto nos quieren, ¡rezaron! Unos, meses más tarde, nos regalaron un lindo cuadro de la Virgen, diciéndonos: “Es la misma imagen de la Virgen, por la que cada día pedíamos por Víctor». Y los que no tenían fe, nos llamaban por teléfono, para saber cómo estaba nuestro amado hijo; y les pedíamos: “Por favor; reza por él; Dios te escuchará, eres tan buena persona”.
Era una sensación extraña; con tanto sufrimiento y cansancio, no tenía uno, tiempo de hacer maldades, ni fallos, ni faltas. Nació en mí una ternura rara por todos: ¡Amaba a todo el mundo con una ternura rara; nada de sentimentalismo, era amor-ágape!
Nada ni nadie, me parecía malo, ¡todo era lo que tenía que ser! Y confiaba en todo, en todos. Pero a la vez, tenía un gran sentimiento de profunda soledad, en la que sólo Dios tenía cabida. ¡¡Lo hallé en mi alma!!
Nada me importaba tanto, como amar, acariciar a mis amados hijos (lloro), a mi amado esposo. “Acariciar” con la voz, a mis familiares y amigos. ¡Todo el mundo era igual! ¡Dios lo llenaba todo!
Pasó la operación con total éxito: ¡Eran los uréteres obstruidos!
¡Por fin!
La recuperación, muy dura; pobrecito, nuestro amado y mortificado hijito Víctor.
Por fin lo habían operado. ¡Fuera los drenajes!
Le daban morfina para calmar su gran dolor. ¡Pobrecito nuestro amado hijito, tan pequeño!, ¡tan bueno!, (lloro). Antes de nacer, estando en mis entrañas, ya sufrió, y siguió sufriendo.
¡Tenía hidrocefalia!
Eso sí, la rotura del fémur estaba cicatrizada.
A los tres meses y medio de vida, Víctor, llegó al hogar familiar. Todos los hermanos le querían, estaban pendientes de él, lo abrazaban, lo besaban, le hablaban de sus cosas, de lo mucho que le querían y lo contentos que estaban de tenerle en casa.
Bondad se pasaba horas mirándole. (Años más tarde, escribió la novela “El Campeador de la Virtud”, en recuerdo a su hermano querido: Víctor).
Todos le amábamos tanto; lo mimábamos…pero estaba triste, Víctor. Era tan bueno; siempre tranquilo, sufriendo, y esos gemidos, discretos, de dolor continuo.
No era un niño normal, físicamente; no reaccionaba su cuerpo. Parecía un alma en pena; con esos gemidos, casi continuos, y con esa expresión de profundo dolor en su cara; Tenia la expresión de un anciano, cansado, muy cansado y triste; No nos seguía con la vista; su cabeza, debido a la hidrocefalia, la tenía más grande de lo normal, le pesaba. Lo visitó un doctor: ¡Víctor estaba ciego! La hidrocefalia le tenía ciego. Además, no se sostenía en pie. Otro doctor nos dijo que era inválido.
Pero nosotros le queríamos tanto; le hubiéramos cuidado toda la vida; ¡toda su vida!, y nos hubiera regalado los días de dicha por poder servirle. ¡Amado niño mío! ¡Víctorcito, ay!
¡Teníamos que hacer algo! Tenía la cabeza llena de agua. Fuerza y yo nos dijimos: “Esta vez no iremos a un hospital del Estado, iremos pagando”. Gastamos nuestros ahorros y además, pedimos dinero para operar a nuestro querido hijo, le buscamos el mejor doctor para llevar a cabo la operación, y procedimos.
Nuestro amor de esposos, por amarnos y amar al Amado, ¡los dos!, con todas nuestras potencias, con todo nuestro corazón, inteligencia, espíritu y voluntad, nos hace desarrollar, uno al otro, simpatía, unión, caridad.
¡Ay, de los matrimonios que no viven unidos por un amor al Amado. Ay!
Porque la vida tiene sus cruces, sus pruebas. Y si los dos no están unidos por Dios y en Dios, ¡fracasarán! ¡Qué pena! ¡Qué dolor! ¡Ay!
Porque lo que vivimos con y por nuestro amado hijo, era compartido: ¡Éramos dos! ¡Somos dos, en el Amor!
No habíamos pensado jamás que tendríamos que pasar por esto, ¡ni en sueños! Pero lo vivimos; y gracias a Dios, lo vivimos, unidos en amor al Amor, ¡a Dios!
Por aquel entonces, yo ayunaba tres veces a la semana: los lunes, miércoles y viernes. Durante estos tres días, sólo bebía leche y comía pan, y poco de ello. Normalmente, después de dar a luz, y como, por causas físicas, no podía dar el pecho a mis amados hijos, cosa que siempre me ha dejado muy y muy triste, pues, me daba al ayuno para la salvación del mundo. A veces, ayunaba, comiendo sólo una vez al día, otras, como esta vez, ayunando tres días a la semana. Bueno, hacía lo que me parecía mejor para mi cuerpo y las circunstancias del momento. Jamás tuve un director espiritual; así que podía hacer ayunos rigurosos. Y cuando quedaba embarazada nuevamente, pues, lo dejaba y comía sano y bien, para el bien de mis hijos, y prueba de ello, es que todos son muy sanos, excepto nuestros amados hijitos Ana y Víctor, y quizás, será porque Dios aceptó nuestro ofrecimiento, antes de su concepción.
Se operó a nuestro amado Víctor, de la hidrocefalia, en una clínica privada, con un doctor de renombre.
La operación fue un éxito; se le puso una válvula en la cabeza, por la parte posterior, colocándole un tubo de drenaje que le iba a parar, creo que al vientre; pero el agua de la cabeza, quedó encharcada al final del tubo, y no era eliminada. Mi amado esposo, le dijo al doctor, que por qué no hacía como hizo por dos veces la doctora que vació los riñones de Víctor, siendo feto y estando en mi barriga, es decir, con una aguja y una jeringa, vaciaba el agua y la sacaba del cuerpo del niño; y el doctor le contestó: “Ahora no vendrá usted y pretenderá escribir un libro sobre lo que debo hacer”.
Se infectó el agua encharcada, y Víctor, con la infección y por la infección, murió. Aunque en el «parte» se dijo y se firmó, que se le paró el corazón. Evidentemente, cuando uno muere, sea de lo que sea, tiene un paro cardíaco, y seguro que a todos nos pasará; dejará el corazón de latir, y viviremos de otra manera, por las pulsaciones del alma, que es imperecedera.
+ ¿Por qué has escrito todo esto, Primavera? ¿Lo sabes?
Yo.- No.
+ Yo, Dios, lo sé, y quiero que incluyas tu explicación en el libro que pasas a limpio: «Dando la mano a Dios», porque la gente necesita saber de ti, y por qué te elegí.
Yo.- ¿Y lo sabrán?
+ Seguro que sí. Ni uno, dudará ya más de tu identidad.
Yo.- Y, ¿por qué no lo escribí en su momento?
+ Porque estabas asustada, primero, por el gran acontecimiento de ser mi secretaria particular, y segundo, porque debías madurar para poder escribir tu vida con imparcialidad.
Yo.- Y ahora, ¿crees que soy madura e imparcial?
+ ¿Cómo se titula el libro que Yo, Dios, escribo de tu mano y que te voy dictando?
Yo.- Nada.
+ Y nada es lo que eres ahora, y siendo nada, no tienes prejuicios ni te sobrevaloras. Estás en el momento propicio para ser la autora de la biografía de tu vida. ¿Qué te ocurre?
Yo.- Además de dolerme muchísimo la mano de tanto escribir, tengo dolor de cabeza y me duelen los ojos de tanto llorar, pero interiormente tengo paz, estoy tranquila, no estoy asustada ni siento rencor por nadie.
+ ¿Qué has aprendido estos años?
Yo.- El otro día, me di cuenta que he cambiado. Antes, incluso el año pasado, sonreía casi siempre. Amaba a toda la gente y quería hacerlos felices. Hoy, los sigo amando, pero de una manera distinta; no me impongo a mí misma, por ellos, para hacerlos pasar unos momentos contentos, no, les deseo lo mejor, y rezo por todos; pero, quien deseo que sonría, eres Tú, Dios mío, y mi ama: Mamá María. Y para ello, no tiene que sonreír mi boca, sino mi corazón, y tener paz en mi conciencia. Te amo, Dios mío.
Yo.- Estoy pensando que he empezado con mi biografía, al hablar del dolor de Mamá María a los pies de la Cruz, y Tú, Jesús, me contabas sobre la película de Mel Gibson.
+ Menos películas, y más hechos vividos, de piedad. Menos teatro, y más obras de santos.
Es decir, lo que Yo, Dios, viví, está en la Biblia, en los santos evangelios.
Y en todas las revistas, se habla de la vida real de los actores, del director. Y esto es lo que mueve de verdad a los hombres: ejemplos vivos de amor a Dios, y no películas de terror, que ver mi “fantástica” flagelación en película, hace llorar y conmueve el corazón, pero es el amor, y no la sangre, lo que santifica.
Que por amor derramé toda mi sangre, cierto es, pero hubiera sido mejor, menos visión de mi flagelación, y más pruebas de mi amor por todos vosotros, cuando estuve en la tierra.
Pero es más fácil mostrar violencia o sexo, a escribir un guión de un Dios hombre, que ama y vive como uno de vosotros, siendo a la vez, Dios.
Yo no pido imposibles, ninguna historia de ficción, es como la verdad que vivió Dios.
Y María Magdalena era humilde, y no como la actriz se muestra; la humildad es la sencillez, pura y bella, de las almas que sufren por saberse pecadoras, y no queriendo ocultar su hermosura de cuerpo, y quitando protagonismo a la Madre de Dios, que no estaba pegada a María Magdalena, es más, era María Magdalena, la que necesitaba de mi Madre, y en esos dolorosos momentos de mi Calvario, no paraba de llorar, porque su fe no era tan fuerte y firme como la de mi Madre, la Madre del Verbo, la Esclava de Dios. Y Juan, aunque era joven, no era un joven como los jóvenes «yogurt» de ahora, era joven y puro, y su pureza era astucia, y no temía ni callaba ante los soldados. Él no se ocultó como mis otros apóstoles, él dio la cara, como mi Madre santa; y los soldados no deducían que María, era mi Madre, sino que Ella lo mostraba abiertamente con su actitud, y no por valentía, aunque era valiente María, sino por realidad, porque era y es verdad: María era y es mi Madre, y como tú, Primavera, no te ocultas de tener dieciséis hijos, y lo dices con naturalidad, a todos, Ella, María Purísima, igual que tú, con naturalidad, decía: “ Hijo mío”. Y me lo decía a Mí, no en el camino, entre la muchedumbre y los gritos, sino en el momento crítico, en la Crucifixión, cuando, a martillazos, me clavaban al madero; y Ella me decía, casi sin voz:
“Jesús, Jesús… Hijo… aquí estoy… Mírame. En Ti confío… Que se haga la voluntad de Dios”.
Yo estaba allí, y la necesitaba, y Ella me animaba; y Juan decía: “Señor, Señor…Ten compasión de mí; llévame contigo”.
Por eso le dije aquellas santas palabras: “Madre, aquí tienes a tu hijo. Hijo, aquí tienes a tu Madre”.
Porque ambos querían venir conmigo, y no entendían que los dejara en la tierra.
Luego, cuando nos reencontramos, después de mi resurrección, lo entendieron todo, pero en el momento de la crucifixión, ni mi Madre me abandonó, ni Juan me dejó, y María Magdalena, lloraba asustada, mientras la valentía de Mamá María y de Juan, no me negaron ante nadie, ni los soldados.
Si no, ¿cómo podía hablarles Yo, desde el madero, si estaba cansado y débil, si ellos estuvieran lejos?
Ellos estaban cerca, a mis pies.
Los soldados no tenían miedo a que se me acercaran. Yo estaba colgado, nadie podía quitarme los clavos y bajarme.
La gente de entonces, eran rudos y feroces, y para acercarse mi Madre y Juan a Mí y oír mi voz, no lo hicieron con disimulo, sino con audacia.
Aunque el dolor y la pena estaba «dentro de ellos», el importante era Yo, Dios, Jesús, colgado al madero, y no ellos.
¿Entiendes, Primavera?
Tú estuviste con Víctor. Lo pariste con dolor, y nadie te apartó a ti y a su padre, Fuerza, de su lado. ¿Por qué?, porque vuestro amor, os mantenía a su lado. No por orgullo, ni por ser muy valientes, sino que vuestro amor, os hacía cumplir con lo natural,
Un hijo sufre y padece, y va muriendo y muere, y vosotros buscáis al médico, habláis con él, aun siendo débiles y no tener dinero, ni entender de operaciones.
Y así hizo Juan, hablar conmigo.
Yo no era un niño como Víctor. Víctor, de ser mayor como Yo, vosotros le habríais preguntado: “¿Cómo te encuentras? ¿Qué quieres? ¿Qué hacemos? No nos dejes. Dinos algo”.
Y Yo, Dios, les dije: “Madre, aquí tienes a tu hijo. Hijo, aquí tienes a tu Madre”.
Como Víctor os diría: “Padre, cuida de mamá. Mamá cuida de papá”.
Eso es lo natural, y Yo soy un Dios hombre, y como hombre, actué con naturalidad, y mi naturaleza murió; y entonces, muerto Yo, María lloró sin consuelo, como nadie humano lloró jamás, con dolor desgarrador, y sin importarle que la viesen llorar. Este llorar de María, no salió en la película de la Pasión, y este llorar de una Madre por su Hijo Dios, de sacarlo en la película, en vez de tanta sangre en la flagelación, hubiera movido a millones de hijos a pedir perdón, a reconciliarse conmigo, con Dios, porque las lágrimas de dolor de una madre, mueven a todos los hijos al dolor, y cuando siente uno dolor, ya deja de no sentir nada; y por el dolor al Amor, que mi Madre me ama, enciende en el hijo que oye los sollozos desgarradores de tanto dolor contenido y soltado en el último momento, unos deseos enormes de consolarla con su amor; y para consolar a la Madre que llora por amar a Dios, cambia su vida, si es preciso, y se hace bueno, porque no puede vivir oyendo los gritos de dolor de una madre creyente, que todo lo que quiere es amar a Dios, e irse con Él al Cielo.
Terminó mal, la película de Gibson. Terminó pésimamente, con misticismo, pero no con la naturalidad de la verdad, de la realidad de que María no era mística, sino una Madre normal, que se preocupaba porque a sus parientes les quedaba poco vino en la mesa. Y si por el vino de una boda, armó tanto jaleo: buscó a los servidores, les hizo venir a Mí y les mandó con autoridad de ama y señora, en una boda que no era ni la suya ni la mía: “Haced lo que Él os diga”. ¿Creéis que María calló ante los soldados romanos? Qué poco conocéis a María; por ser Inmaculada, os pensáis que era como una especie de hada o de princesa callada. No, María era habladora y comunicativa, y muchos podrían pensar que incluso mandona y metiéndose en lo que no le va ni le viene: “Haced lo que mi Hijo os diga”. Así era María, una Madre real, que está a tu lado, y no te sigue, oculta, por las callejuelas paralelas a mi camino. Ella se entera de dónde será la crucifixión, y va allí. No puede traspasar la muchedumbre, eran miles de personas, no unos pocos extras en una película; las calles estaban llenas, atestadas de gente, y María, con dolor, apenas puede moverse, pero va hasta el final, allí dónde Dios Hijo llegará. Y cuando me ve llegar, grita: “¡Hijo!, ¿¡cómo estás!? ¡Jesús!, ¡dime!”. Y los soldados romanos se enteran y se aguantan, porque nada pueden hacer. ¿Hacer callar a una madre que ama? ¿Alguien lo ha intentado alguna vez?; pues os diré que el amor de una madre, con su voz: abre las mismas puertas del Cielo, da un “puñetazo” a Satán, sin importarle que sea el demonio.
Ella ni piensa: “¿El demonio?” Ella, la madre, siente como la carne de su carne, que tanto ama, sufre, y va y se acerca, y ni ve soldados ni lanzas; ve al Hijo, medio muerto, y le dice: “Jesús, ¿qué hago?”.
Ni habla con soldados.
¿Soldados?
¿Qué soldados?
Allí está su Hijo, su amado.
Y le habla. Se acerca cuanto puede. Ni piensa en las lanzas de los romanos, ni en que pueden empujarla y tirarla e insultarla.
A ella ¿qué?
Ella va en busca de su Hijo.
¿Creéis que piensa en su muerte, en su descrédito?
No.
La Madre santa, alza la voz, si es preciso, y le dice al soldado: “¡Soy la Madre de Dios!”.
¿Y qué hace el soldado?
Se aparta, porque hay un poder superior a las armas, a los sobornos; hay el poder del amor, del amor de una Madre, por un Hijo que sufre y la necesita, y están unidos por el dolor, por el amor.
Por eso, María, conmigo, con Dios Hijo, Jesucristo, es corredentora y os salva, como os salvé Yo, Dios, por amor: amor a vosotros, al Padre; y Ella, por amor al Hijo, a Dios mismo, ¡Yo!